sábado, septiembre 10, 2011

La primera oscuridad_el último fantasma de Hahn



No sabía del último libro de Hahn hasta que llegó a mis manos. Y cuando lo tomé, lo primero que llamó mi atención fue la imagen de su portada. Pensé que era una foto de una especie de cirio ceremonial encendido, en cuyo extremo superior, visto desde abajo, resaltaba su luz pequeña pero intensa, una llama refulgente pero primaria… poética. En efecto –me dije, el último poemario de Hahn se titula “La primera oscuridad”. Luego, tras su lectura, mientras comenzaba ese proceso de ensimismamiento, aquel que me sirve para decantar su contenido, volví a mirar la portada y me percaté con sorpresa de que ahora veía una imagen espacial: eran dos estrellas alineadas en perspectiva y en dirección al sol. Y me quedé suspendido en la imagen, fija mi mirada en el hallazgo, y mi pensamiento en lo que podía representar esa figura. En ello, me adormecí siguiendo el ritmo del vaivén soporífero del metro. Sólo cuando me desperté tomé conciencia que me había dormido en algún momento, no pude definir con precisión cuándo, sólo recordaba los versos de Hahn y la imagen de la portada de su último libro.

Algunos días después, cuando escribo estas líneas, me doy cuenta de que leer a Hahn es de alguna manera perder la certeza de los límites de lo que por convención llamamos realidad y, por tanto, también, irrealidad; y de que ese estado bien podría ser un sueño, un recuerdo o un déjà vu. Es que con Hahn el pensamiento se desdibuja insidiosamente y se acompasa con el sueño para llegar a un sitio poblado de sujetos textuales que hablan, juzgan, atemorizan y se mueven con una soltura siniestra a través de las dimensiones de la existencia, y más allá.

Pero atravesemos el espejo.

En La primera oscuridad, si husmeamos en los “rincones del azogue” (53), creo posible reconocer con facilidad la pluma y estilo de este autor y disfrutar de la belleza, la profundidad y el carácter lúdico de sus versos. Por otro lado, también es posible identificar para los 43 poemas de este poemario, o al menos para su gran mayoría, una clave de lectura atravesada por el pesimismo ante el porvenir de la humanidad que no brillará –quizás- como la primera luz que devino después de la primera oscuridad. Pero este eje articulador del texto, a diferencia de lo que pudiese pensarse, no se queda en el lamento, ni menos en la negación de estas circunstancias, por implacables que parezcan. Tal vez, es esta escisión del yo en Hahn, esta despersonalización del hablante, la que resulta en una suerte de sedante, una dosis de clemencia, un bálsamo para el lector ante tamaña verdad en cierne, que de un modo casi profético se deja ver a lo largo de todo el libro. Todos los hablantes, empero, pese al descentramiento posmoderno con que el autor los configura, resultan difícilmente separables de su propia voz, pensamiento y sentimiento. Es así que, en esta oportunidad, no es el amor erótico el que ocupa la atención del poeta sino sus profundos cuestionamientos filosóficos, especialmente sobre el devenir del ser humano y su comprensión del destino como el inefable fracaso ético de cómo ha decidido vivir.

Sin ir más lejos, el poema que da nombre al libro comienza con tres preguntas: “¿Qué sabemos del infinito/ que precede a la vida?/ ¿Qué ignoramos qué olvidamos/ de la primera oscuridad?/…/ ¿dónde estábamos antes de alzarnos con el ser?” Más adelante en el poema, se formula otra pregunta retórica que contiene una conclusión tácita: “Si la primera oscuridad/ es anterior a la vida/ y a la muerte/ anterior al espacio/ y al tiempo/ ¿de qué material inmaterial/ está hecha/ de qué substancia inconcebible/ de qué ser su no-ser? (45-46). Más allá de un juego de palabras ¿no es acaso una búsqueda desesperada de una verdad, un origen, un fin, un sentido -por cierto imposible de verificar? ¿O más bien es una forma de discurso, una reivindicación, una fustigación al hombre primitivo que el autor ve en el hombre de hoy? Hahn, esta vez, no habla de la muerte sólo como una mera experiencia individual –valga la aparente paradoja de esta afirmación- sino que también se ocupa de la muerte de la humanidad y, aún más, de las condiciones en que esto puede llegar a ocurrir. Pareciera que el autor intentara denodadamente generar en sus lectores, humanos todos, la conciencia de un punto de inflexión para transformar la historia de la humanidad, la del futuro, en una esperanzadora ucronía exenta de destrucción, guerras y radiación.

Esta visión posiblemente política es por sobre todo fantástica: “Volveré al planeta Tierra en unos dos o tres mil años más” (13). Volver del pasado al futuro. Un volver hacia adelante. Pero no como en un comic, aunque hable de la barbarie como algo cotidiano, una obviedad dada. Asimismo, muchos poemas resuenan a una película fantástica, pero menos a Blade Runner y más a 2001: odisea del espacio, especialmente cuando mutantes, en el futuro, entran a la caverna para adorar a su dios: un estremecedor hongo atómico. En el poema “Arqueología del quinto milenio” (15) aparecen los mutantes, esta vez como individuos ávidos de conocer un pasado desconocido pero originario. Sin embargo, sólo encuentran piezas metálicas y artefactos mecánicos ¿A estos vestigios se reduce el legado de la humanidad? No sólo a esto, también a “altos niveles de radiación”. De tal modo que -concluye: “y tuvieron que enterrar/ todo de nuevo” (15). (Más adelante, en “Posmodernos” (51), sentenciará: “Ahora no somos más/ que actores secundarios/ de una mala película”).

Tampoco es un manifiesto ateo, aunque en varios poemas –casi de manera inédita en este autor- se refiera a Dios como constructo humano o declare de plano su inexistencia. Por ejemplo, en el ya citado poema “Mutantes” (13) dice: “Así ocurrió en la era de las tinieblas/ cuando los hombres inventaron un Ser/ a su imagen y semejanza/ y se dedicaron a matar en su nombre”. O en el poema “La Ley” (79) donde el hablante derechamente señala: “Personas dijeron que la Ley/ la había dictado Dios/ Personas dicen que ‘Dios dice’/ Pero Dios no dice nada/ son personas las que dicen…”. O en “Summa theologica” (41): “La vejez es la prueba/ de su inexistencia”, la de Dios.

Pero las menciones fantásticas van más allá de Dios y los mutantes. En el poema “Cosmonautas” (17), Adán y Eva son astronautas que se envían mensajes de texto y preparan sus naves para acoplarse, donde el punto de acoplamiento es la figura de una súper nova: “El resplandor de la explosión/ inundó el universo/ y anunció el nacimiento/ del amor y la muerte”. Asimismo, (re)aparecen los prefantasmas, los mismos que nacieron en “Apariciones Profanas” (Santiago: Lom, 2002), esta vez para darle un misterioso final al poema “La primera oscuridad”: “Me lamen con sus lenguas/ diminutas y entonan/ una canción descolorida” (47).

Es que Hahn es fiel a sus fetiches, y así, además de a los ya reseñados, recurre al espejo en “La memoria de los espejos” (53), los reflejos (sobre los que volveré más adelante), el desdoblarse en “Paseo nocturno” (63), y a ese “alguien” o “algo” que se aparece todo el tiempo en los intersticios y muchas veces en los frontispicios de la poesía de Hahn. Es una otredad la que habla, o aparece como objeto, o de alguna forma acecha ominosamente. Es “…una voz surgida de no sé dónde…” que le responde al que habla en “Cajones” (49) en un episodio de tipo paranormal. Sólo basta revisar los títulos de los siguientes poemas para reconocer este tipo de entidades: “El Cazador de almas” (43); “El intruso” (61) como alguien que entra a su habitación, alguien a quien teme, y que finalmente parece ser él mismo; “Lo innombrable” (35), como aquella “…imagen insondable” que se desdobla de esa persona a quien le habla y que “Siempre está más allá: se va contigo/…/ no tiene forma pero se percibe/ y moriría si es que se le nombra”; “Aparición” (31), la de una niña irreal, de otro tiempo; “Maniquí” (29) a quien “… le habrá crecido/ un corazón propio/ apto para enamorarse” después que el hablante pusiera el propio en su pecho.

Además, podemos reconocer variadas versiones humanas y sus papeles en la sociedad, o en la soledad, la soledad sideral del universo – como si no bastara con la cotidiana. Y así el sujeto textual puede vestirse de otro hombre o sufrir una metamorfosis, como en el poema “Hechizo” (65), en el cual su forma física ha sido transmutada en sapo, araña o plumífero por causa de una mujer despechada; o en el interesante poema “Work in progress” (27): “me encontré sobre mi cama/ sufriendo una metamorfosis”, cuyo cambio –concluye el hablante- constituye “…los borradores/ inversos de la muerte…” y continúa sentenciando: “Estamos destinados/ a que nuestra versión definitiva/ sea la más imperfecta”. O su transformación en ostra, para cerrarse y protegerse del entorno de un cóctel, en el poema homónimo (81). O él mismo como sombra de otro tiempo en “Designios” (69): “Cuando ese hombre era niño/ no sabía que la extraña figura/ medio oculta/ entre las sombras de la pared/ era su propia imagen/ que lo observaba del porvenir”. O la transfiguración propuesta en “Auto sacramental” (21): “Tengo la extraña sensación/ de que morí hace muchos años/…/ Sólo miro este auto sacramental/ en el que hago el papel del Niño/ y del Joven y del Anciano/ y también del Espectador que contempla/ como se pasa la vida/ como se viene la muerte tan callando”.

A Hahn pareciera preocuparle más que nunca -como aquel condenado a muerte- el estatus moral propio –y el de sus hablantes- y a través de sí el del Hombre. Es un Hahn tan profundo como atemorizado, como quien ve cada vez más cercana la muerte propia y se desespera en su intento por modificar la insoportable pesadez de su ser. Y aunque a lo largo y ancho de toda su obra, la muerte habita cómodamente, algunas veces como maestra, otras como meretriz, casi siempre como un misterio; esta vez, incluso en la ausencia explícita de esta figura, merodea y se posa como una sombra pesada, que tizna la emoción que moviliza el autor. Este temor por el otro, también humano, y en definitiva por él mismo, es reconocible –además del poema “El intruso”- en el poema “Enemigos” (93), ingenioso pero no menos abatido, y donde el que habla concluye que si su enemigo muere “se volvería fuerza sobrenatural/…/ convertido en tenebroso fantasma”, a quien desafiaría si él también muriera, porque su “…campo de batalla/ será el espacio de la muerte”. Pero si pierde, el castigo es “reencarnarse en el cuerpo futuro/ de su eterno rival”. Y, finalmente, el cierre del poema como clave de lo dicho: “Tengo miedo de haber perdido ese combate/ y de estar cumpliendo la pena/ en esta vida”.

Esta –en definitiva- desilusión universal se puede apreciar en la incomunicación y la torpe miopía de desconocer el aprendizaje de generación en generación en “Escala cromática” (25). En el dolorido poema “Prójimos” (77) sobre “Los caídos en la guerra/…/…convertidos/ en hermanos de leche/ gota a gota mamando/ los senos de la muerte”. O en su visión de la vida como la última vuelta de la Tierra, como rueda del “Parque de entretenciones” (37) o en el mundo como una carpa y la gente como malabaristas de un “Circus” (75). Para el autor, el futuro parece una ineludible transición hacia un mundo que no existe: “ahora cavo y cavo/ y lo que sale es un agujero sin fin” en “Los días que royendo están los años” (33). Por último, “Reflejos en el asfalto mojado” (71) es un ejemplo de cómo el autor muestra la vida, el quehacer, los objetos, reconocidos a través de la imagen reflejada, en este caso, en el asfalto de una ciudad una noche después de la lluvia; pero este reflejo trae implícita la oquedad, el vacío de la inexistencia de las imágenes, infundiéndole un contexto de desolación profunda: una ciudad fantasma. (Valga notar la interesante repetición de secuencias de versos a modo de reflejos dentro del texto del poema).

Una última alusión merece la exploración del autor a otro sentido. Si antes se basaba esencialmente en la visión, en este poemario, sin ser predominante, comienza y termina con la audición: escuchar sonidos, luego conciertos y finalmente la música que proviene, quizás, de su memoria. “Cosas que se escuchan” (9) es el primer poema y apunta a la extrañeza de escuchar cosas que no existen aunque sean cotidianas, como sucesos del pasado: “Qué extraño es sentir…/ el persistente sonido de la lluvia/ cuando no está lloviendo”. El segundo poema es “Sala de conciertos” (11), donde lo que se oye es música, sin voces ni instrumentos. Ante la pregunta se responde en el cierre del poema:”no lo sabemos/ no nacen todavía”. Posiblemente serán los mutantes que aparecen en el tercer poema. Y termina el libro con “La música” (95), como lo único que escucha mientras pasa inexorable el tiempo en la absoluta soledad. Cierra así: “Vivo solo/ y la música es mi única/ compañía”.

Este alfa y omega del libro enmarca y complementa categóricamente el contexto de un Hahn extenuado, desesperanzado, desenamorado y solo. Podríamos inferir la siguiente secuencia poética: Una lluvia que se escucha cuando no está lloviendo; ¿qué es ese sonido?; ¿alguien?; ¿quién?: nadie. Y la lluvia que -pudiésemos pensar- inconscientemente aparece a lo largo del libro (“Cosas que se escuchan”; “Nueva York hora cero”; “El incendio” (55); “Reflejos del asfalto mojado”; “El pasajero de la lluvia “(83)) lo empapa y lo transforma en “una fina película transparente” (71). Transparente como si no existiera, como si nunca hubiera existido, como la imagen del otro lado del espejo.

En resumen, salvo “Campamento de verano” (19); “Reencuentro” (57); “Película muda” (59); y –algo de- “Acuario”; que parecen sacados del poemario Mal de Amor (Santiago: Ediciones Ganymedes, 1982); La primera oscuridad es un poemario escatológico, y en este sentido, quizás, por primera vez, Hahn no juega con la muerte sino que verdaderamente le teme. Este miedo se desliza en la idea del desengaño por la humanidad y con permanentes alusiones al fin de la historia (algunas explícitas, a través de aviones, atentados y la lluvia de cenizas en “Nueva York hora cero” (23) y algunas referencias bizarras a la bandera chilena como una aparición redentora en “Revelación” (85), el título “Movimiento sísmico” (87) y el no menos extravagante “Plegaria al Dios de la quietud” (89)). Así, la impresión que queda al finalizar su lectura, es que las preguntas iniciales sobre el origen de la luz y lo que había antes, esa primera oscuridad, parecen ser no más que un corolario derrotado, insulso, ante lo que definitivamente somos, o podemos llegar a ser como una imagen o un reflejo del presente en un futuro –aunque fantástico- posible. Por eso, pese a la llama o estrella de la portada, se trata de un poemario desconsoladamente apocalíptico e inalterable como condena, la del Hombre.

Sólo cuando escuché una voz que avisaba el fin del recorrido, tomé conciencia que estaba dormido, los vidrios del vagón corroboraban la ausencia de personas, me levanté rápidamente, tomé el libro de Hahn en una mano, miré la luz de su portada, y salí a través de la puerta.




Esta reseña literaria aparece en la revista Letras en línea: http://www.letrasenlinea.cl/?p=2088

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