domingo, mayo 02, 2010

Aquí, Londres, dos mil diez (una antología ad hoc de Ángel González)

¿Quién tiene la verdad? ¿Hay alguien cierto que su vida es producto de sus decisiones? La única certeza es aquella que nos calla para siempre. Y mientras ¿qué se hace durante esta efímera existencia? Creer en algo. Elaborar complejas ideas y modelar proyectos a la medida del deseo insaciable (el propio y el de la audiencia). Hacer una u otra cosa, tomar una decisión, tiene sentido sólo para unas cuantas débiles variables temporales, sin embargo, va trazando un recorrido que puede llevarnos lejos. Del territorio, del corazón y la carne de los que -decimos y creemos- amamos, de nosotros mismos inclusive. Pero está bien. Bien por oposición, porque no podría asegurar si está mal. Total, al final del día, el único consuelo que me queda -y que no es poco- es aquel de no mentirle al que creo ser, y seguir adelante, como un malabarista y sus tres y cuatro variables suspendidas en el aire, esperándolas -a veces una eternidad- para tomarlas y volver a lanzarlas al aire como monedas de infinitas caras. Ese consuelo pesa lo suficiente para que mis párpados caigan y concilie el sueño. Y así un día, le sigue al otro, y un mes nos conduce a la próxima estación, y la luz juega a las escondidas, para dejarnos a oscuras, solo, sólo con esa voz que pregunta y pregunta, qué se ha llevado el día con su pulso fatal.

Ángel tiene versos que se acomodan a estas palabras sin sentido, o quizás fue al revés. Pero me basta así -diría, no más por hoy de somniloquios.


No tuvo ayer su día

Ya desde muy temprano,
ayer fue tarde.

Amaneció el crepúsculo, y al alba
el cielo derramó sobre la tierra
un gran haz de penumbra.

Cerca del mediodía
un firmamento tenue e incompleto
-¿cifra de nuestra suerte?-
brillaba todavía en el espacio.
(la Luna
no iluminaba al mundo;
su cuerpo transparente
nos permitía tan sólo adivinar
la existencia más alta de otro cielo
inclemente también, inapelable.)

Seguimos esperando, sin embargo.

Imprecisas señales
- un latido de pájaros, a veces;
el eco de un relámpago;
súbitas rachas de violento viento-
nos mantenían alerta.

A la hora del ocaso
salió un momento el sol para ponerse
y confirmó las sombras con ceniza.


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El día se ha ido


Ahora andará por otras tierras,
llevando lejos luces y esperanzas,
aventando bandadas de pájaros remotos,
y rumores, y voces, y campanas,
-ruidoso perro que menea la cola
y ladra ante las puertas entornadas.

(Entretanto, la noche, como un gato
sigiloso, entró por la ventana,
vio unos restos de luz pálida y fría, y
se bebió la última taza.)


Sí;
definitivamente el día se ha ido.
Mucho no se llevó (no trajo nada);
sólo un poco de tiempo entre los dientes,
un menguado rebaño de luces fatigadas.
Tampoco lo lloréis. Puntual e inquieto,
sin duda alguna, volverá mañana.
Ahuyentará a ese gato negro.
Ladrará hasta sacarme de la cama.


Pero no será igual. Será otro día.


Será otro perro de la misma raza.


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Ya nada es ahora

Largo es el arte; la vida en cambio corta
como un cuchillo
Pero nada ya ahora
-ni siquiera la muerte, por su parte
inmensa-
podrá evitarlo:
exento, libre,
como la niebla que al romper el día
los hondos valles del invierno exhalan,
creciente en un espacio sin fronteras,
ese amor ya sin ti me amará siempre.


Así fueron

La mañana
-ese tigre
de papel de periódico-
ruge entre mis manos.

Ambigua e indecisa,
exhibiendo las fauces irascibles
en un largo bostezo,
se levanta:

va a abrevar en los ríos,
a teñirlos de rojos con sus barbas sangrientas.
Luego se precipita sobre el valle.

Las tres en punto ya;
Parece que la luz, zarpa retráctil,
Abandona su presa.

Pero eso,
¿quién lo sabe?

Agazapado
Como una loba,
El crepúsculo espera
A que salga la luna
Para aullar largamente.

Así fueron los días que recuerdo.

Los otros,
los que olvido,
huyeron como corzas malheridas.

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Quise

A Susana Rivera

Quise mirar el mundo con tus ojos
ilusionados, nuevos,
verdes en su fondo
como la primavera.
Entré en tu cuerpo lleno de esperanza
para admirar tanto prodigio desde
el claro mirador de tus pupilas.
Y fuiste tú la que acabaste viendo
el fracaso del mundo con las mías.


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Diatriba contra los muertos

Los muertos son egoístas:
hacen llorar y no les importa,
se quedan quietos en los lugares más iconvenientes,
se resisten a andar, hay que llevarlos
a cuestas a la tumba
como si fuesen niños, qué pesados.
Inusitadamente rígidos, sus rostros
nos acusan de algo, o nos advierten;
son la mala conciencia, el mal ejemplo,
lo peor de nuestra vida son ellos siempre, siempre.
Lo malo que tienen los muertos
es que no hay forma de matarlos.
Su constante tarea destructiva
es por esa razón incalculable.
Insensibles, distantes, tercos, fríos,
con su insolencia y su silencio
no se dan cuenta de lo que deshacen.




Aquí, Madrid, mil novecientos

cincuenta y cuatro: un hombre solo.

Un hombre lleno de febrero,
ávido de domingos luminosos,
caminando hacia marzo paso a paso,
hacia el marzo del viento y de los rojos
horizontes -y la reciente primavera
ya en la frontera del abril lluvioso...-

Aquí, Madrid, entre tranvías
y reflejos, un hombre: un hombre solo.

- Más tarde vendrá mayo y luego junio,
y después julio y, al final, agosto -.

Un hombre con un año para nada
delante de su hastío para todo.

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Un buen aderezo a estos versos y una denuncia a la idea absurda de buscarle un sentido al destino, en voz, imagen e historia, pueden encontrarlo en Salieri, pincha aquí.

Nota:
Foto 1: La Sagrada Familia, escalera en espiral. Tomada por Pablo Rainer en Septiembre de 2006.
Foto 2 y 3: murales de Sevilla (paseo a la orilla del Guadalquivir). Tomadas por el mismo Rainer en Febrero de 2010.



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